Lo más díficil de viajar e irte a otro país un tiempo, es el amor. Sí, me hago cargo de mis palabras. Somos seres sintientes y, si uno se queda quieto en casa, va a conocer y enamorarse -eventualmente- de alguien de su misma ciudad. Por ende, ni problemas idiomáticos, ni de distancia, ni diferencias culturales a la vista.
En cambio, de viaje, el abanico de posibilidades se abre: puede ser gente de cualquier país y, en el mejor de los casos y sea del nuestro, puede que no sea nuestra ciudad natal. ¿O me van a decir que los otros acentos no les atraen?
Ahí es cuando todo se pone en jaque. Nos dejamos llevar por ese momento increíble que estamos viviendo. Nos permitimos disfrutar a fondo de ese contexto idilico con el que soñamos, quizá, toda la vida y nos entregamos a esa persona. El «después vemos» se adueña de tu cabeza.
Pero, en algún momento, el contexto viajero soñado, llega a su fin, y con él, las preguntas. ¿Qué hacemos? ¿Cómo sigue? ¿Cómo me quedo? ¿Cómo me voy? ¿Y si a distancia…? ¿Y si se pierde? Y la más pesada. La más fuerte. La que nos hace el zumbido en la cabeza: ¿Y si me la juego? ¿Cuánto estamos dispuestos a dejar por la otra persona?
Porque claro, puede pasar que, la otra persona estaba justo haciendo una experiencia más, pero esa no sea su vida. Como también puede suceder que seamos nosotros, los que llegamos e irrumpimos con nuestra experiencia y viaje en la vida de esa otra persona ¿Y ahora qué hacemos? ¿Nos amoldamos a la vida del otro? ¿A sus costumbres y cultura? ¿O le pedimos al otro que se sume a este momento de irrealidad indefinida nuestra? ¿Estoy dispuestx a dejar de lado esta vida que tanto me costó tener?
Muchas preguntas, pocas respuestas, una certeza: alguien tiene que ceder
Lo importante de todo esto es no quedarse con el «que hubiese pasado si…» Y recordar que, como dice Liz en «Eat, Pray, Love» que, en el peor de los casos, un corazón roto significa que lo intentamos.